Por un trayecto en canto de
sirenas.
El bálsamo adquirido
en las salientes
horas en recreo del meridiano. Un círculo
alegórico,
fractal de obviedades
a los pies del entendimiento programático.
Al pie de una montaña, irascible,
una marginal planea su fuga en lengua muerta.
Tres gatos, un perro y la certeza de saberse
ajena, flanqueada al centro de los montes
en perfiles. Cúspides.
[Entretanto, la explosión de La Pandemia cobra sus primeros muertos en las ciénegas.]
¿Qué pasó?
—El tiempo.
¿Cómo?
—Largo. Apabullante. Es-tam-pi-da.
Así fue que La Plaga se vertió como se vierte
el oro incandescente en los anillos.
Constantes, lagunas, tributarios.
El mar.
Y es así, confluente,
la rabia que rebasa los volcanes. Donde una es más
que la cerámica en los muros
de su estuche.
Los potros infantiles que
vigilan
el sueño. El balcón que
dará hacia ningún lado
cuando el amanecer levante las persianas.
Tiroteo.
O el hombre y su cuerpo adolescente
desde su torre con vista
al púrpura en la calle.
¿Eran violetas?
Acá también la enfermedad
en un resfriado. La Peste allá
y sus bajas. El conteo de las especies tan visible
como las frases celebradas
en tabloides y en las redes de los peces
multiplicados.
¿Otra vez?
—Sí, el tiempo. La enfermedad. También. El estropicio.
O la suma en la mudanza. El horror
de percatarse
desposeído en el marasmo.
Descastado.
Un escupitajo al rostro del presente.
Un discurrir sin asideros. Fundaciones.
El vómito y la náusea. El estornudo:
la disgregación, la diáspora.
Sin esporas. Como la piel de mármol
a la orilla de una calle.
O la intoxicación en el rojo
de los ojos de los otros.
Hernias y aspiraciones de tiramisú.
Y prosiguen al proscenio los golpes, atentados,
los incendios.
La luz del tiempo en blanco. Angst,
Trickster y Bauhaus sentados a la mesa y en espera de la cena.
No la última.
La tiempo blanca para nuestro mundo negro.
Negro como la peste negra.
Blanca como
las costuras por el borde en la túnica de un médico
que no salvará a nadie
que no juró salvar
que en balde roto cáen las lágrimas
que no mira el reloj
que no oye
que bebe la miel y no distingue la estirpe de la abeja.
Nada contra el padecimiento.
La infección configurada al fin de siglo,
fiebre que amarillea
por las rosadas fauces del alba. Pestilencia.
Los brotes interminables. Incesantes.
De veras llagas.
Apenas aire.
Por debajo del estruendo aún
¿algo?
¿alguien?
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