Taking Off Emily Dickinson's Clothes
First, her tippet made of tulle,
easily lifted off her shoulders and laid
on the back of a wooden chair.
And her bonnet,
the bow undone with a light forward pull.
Then the long white dress, a more
complicated matter with mother-of-pearl
buttons down the back,
so tiny and numerous that it takes forever
before my hands can part the fabric,
like a swimmer's dividing water,
and slip inside.
You will want to know
that she was standing
by an open window in an upstairs bedroom,
motionless, a little wide-eyed,
looking out at the orchard below,
the white dress puddled at her feet
on the wide-board, hardwood floor.
The complexity of women's undergarments
in nineteenth-century America
is not to be waved off,
and I proceeded like a polar explorer
through clips, clasps, and moorings,
catches, straps, and whalebone stays,
sailing toward the iceberg of her nakedness.
Later, I wrote in a notebook
it was like riding a swan into the night,
but, of course, I cannot tell you everything —
the way she closed her eyes to the orchard,
how her hair tumbled free of its pins,
how there were sudden dashes
whenever we spoke.
What I can tell you is
it was terribly quiet in Amherst
that Sabbath afternoon,
nothing but a carriage passing the house,
a fly buzzing in a windowpane.
So I could plainly hear her inhale
when I undid the very top
hook-and-eye fastener of her corset
and I could hear her sigh when finally it was unloosed,
the way some readers sigh when they realize
that Hope has feathers,
that reason is a plank,
that life is a loaded gun
that looks right at you with a yellow eye.
-00-
Desnudando a Emily Dickinson
Primero, su cuello brocado,
fácilmente alzado de sus hombros y tendido
en el respaldo de la silla de madera.
Y su bonete,
deshecho el nudo con un leve estiramiento.
Después, el largo vestido blanco, una tarea
más complicada con botones de madreperla
a lo largo de la espalda,
tan diminutos y numerosos que pasa una eternidad
antes que mis manos puedan partir la tela,
como el agua que divide un nadador,
e introducirse.
Querrán saber
si ella estaba de pie
junto a una ventana abierta en un cuarto de arriba,
inmóvil, los ojos en leve sobresalto,
fijos en el huerto de abajo,
el vestido blanco como un charco a sus pies
sobre la duela ancha y dura.
La complejidad de los interiores femeninos
en la América del siglo diecinueve
es insoslayable,
y procedí como un explorador de los polos
entre sujetadores, broches y seguros,
trampas, tirantes y varillas,
navegando hacia el iceberg de su desnudez.
Luego, anoté en un cuaderno:
fue como montar un cisne hacia la noche,
pero, por supuesto, no puedo decirlo todo —
la forma en que cerró sus ojos al huerto,
la caída de su pelo libre de broches,
cómo hubo arranques repentinos
cada vez que hablábamos.
Lo que sí puedo contarles es
que había un silencio terrible en Amherst
aquella tarde de Sabbat,
sólo un carruaje que pasó la casa,
una mosca que zumbaba en la ventana.
Así que pude escucharla claramente inhalar
cuando deshice el primer
ganchillo que ajustaba su corsé
y pude oírle suspirar cuando al fin estaba libre,
igual como algunos lectores suspiran al percatarse
de que la Esperanza tiene plumas,
que la razón es una tabla,
que la vida es una pistola cargada
que te mira fijamente con un ojo amarillo.
Versión de Marco Antonio Huerta
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