1/8/09

Apuntes del verano tampiqueño: Cierto tipo de pérdidas

Recién me enteré de la muerte del padre de un amigo muy querido a quien conozco desde la secundaria. Del señor recuerdo su constante buen humor y que, a la menor provocación, tomaba su acordeón para tocarlo y cantar. Pocas personas he conocido con esa actitud tan ligera, tan volátil y al mismo tiempo de semejante contundencia. El relato de su deceso, en voz de uno de sus hijos, es verdadero aliento cálido y consuelo. Un fin que ya desearía yo: mi papá me compartió en estos días en los que me habló del amor por sus hijos, la alegría de la [...], las historias pasadas. Mi papá decidió quedarse dormido, en su cama, sin quejarse de nada, ni de nadie. Con la satisfacción de una vida rodeada de amor.

Hoy fui a la playa. La cantidad de gente que ha traído este verano es apabullante. La costa está repleta de familias cargadas de hijos, sobrinos, ahijados, nietos. Niños por todos lados, bajo la potencia de este sol, chapoteando por la orilla. Al caer la tarde, mientras regresaba caminando, un ruido y lo que parecían ser las luces de un auto me sacudieron. Era una cuatrimoto con dos hombres montados. El que conducía a todas luces era un rescatista. Quien iba atrás era un hombre que gritaba dolorido el nombre de quien con toda certeza era su hijo. Cada grito me punzaba con un escalofrío terrible.

El plano es el mismo. Padres e hijos. Una pérdida. Dolorosísima. Tanto que no alcanzaría a comprenderla. Son las variables, aquellos designios inescrutables que trastocan la realidad, los que incrementan o atenúan los filos implacables de la extinción humana. Esto para quienes permanecemos inertes. Rendidos e inmersos en el absoluto desamparo.

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